Condición Cumplida
El enfermo
estaba agotado. Había pasado demasiadas horas en aquella lucha absurda consigo
mismo y…. ¡con Dios!
Pero no. El
mantendría su palabra.
-“Si, yo, yo
soy el que tiene toda la razón! ¡Aquel
hombre, aquel cura! ¡Me humillo! Ahora les toca humillarse a ellos, a los
curas. Yo tengo razón. Si Dios quiere que yo me confiese, que haga cumplir mi
condición. Él sabe cuál es. No puedo decirlo, porque me la darían como una
limosna”.
Agotado, se
había quedado inmóvil. Tampoco tenía capacidad psíquica para más emociones. En
el alma le quedaba sólo una idea fija persistiendo, como una cáscara sobre el
agua anochecida: confesar, no.
A los pocos
minutos de conversación con el enfermo vio
el misionero que su estrategia fracasada. A aquel hombre le resbalaba
todo: sus palabras, sus ideas, sus ejemplos, su patetismo. No había en él ira,
no porfiaba, pero permanecía ajeno a todas sus palabras como absorto por un
pensamiento que le tuviera apresado el espíritu.
Tras una
breve pausa, el misionero hizo un gesto desilusionado y metió su mano en el
bolsillo. Iniciaba la retirada. Al sacarla del bolsillo, su mano tropezó en el
borde del sillón. Se oye el ruido metálico de algo que rebota sobre el
pavimento.
Se
arrodillaba en el suelo para coger la
medalla de la virgen que ha caído debajo de la cama.
De rodillas
aún, extendió la mano hacia el enfermo para entregarle la medalla, mientras
repetía casi maquinalmente:
-“Ande, que
la virgen se lo pide. ¿Por qué no se confiesa?”
El hombre
apretó fuertemente aquella mano sobre sus labios.
Un sollozo
cortado estalló en la habitación. Se siguieron otros cada vez más que el llanto del enfermo, un llanto ahogado
en el corazón durante muchos años.
Al fin se
volvió hacia el sacerdote: se confesaría.
Se había
cumplido su condición: un sacerdote, puesto de rodillas, le había suplicado que
se confesara.
Tomado del libro:
Un mes caminando con María
P. Pepe Moratalla
Sept. 1987
En ocasión de
celebrarse el próximo sábado once de febrero el día de la virgen de Lourdes, la
jornada mundial del enfermo, instamos a nuestros hermanos en Cristo que se
encuentran en sus lechos de enfermos a reconocerse débiles, a dejar la soberbia
y sentirse necesitados de la misericordia del señor .
En el catecismo
de la iglesia católica numeral 1421, nos dice:
“El señor
Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdono los
pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Cf. Mc 2,1-12), quiso
que su iglesia continuase, con la fuerza del espíritu santo, su obra de curación
y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los
dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de
los enfermos”.
En el
numeral 1422, nos dice:
“Los que se
acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón
de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la
iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con
su amor, su ejemplo y sus oraciones” (LG 11).
En el
numeral 1492, nos dice:
“El
arrepentimiento (llamado también contrición), debe estar inspirado en
motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor
de caridad hacia Dios, se llama “perfecto”; si está fundado en otros motivos se
le llama “imperfecto””.
Pidamos al
señor la gracia de tener un arrepentimiento perfecto que nos lleve a
reconocernos pecadores y tener un verdadero dolor por nuestros pecados y darle
siempre gracias porque con este Sacramento nos abre las puertas de la
misericordia, lavándonos de nuestras manchas, dándonos así pureza en nuestra
alma para prepararnos a recibirle en la Santa Eucaristía que es, fuente de vida
que da la fortaleza, para poder sufrir con Cristo en sus lechos de enfermos.
En el
numeral 1499, dice:
“Con la Sagrada
Unción de los enfermos y con la oración de los Presbíteros toda la iglesia entera
encomienda a los enfermos al señor sufriente y glorificado para que los alivie
y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de
Cristo y contribuir, así al bien del Pueblo de Dios” (LG 11).
A nuestros
hermanos enfermos les decimos que no están solos, que todos como iglesia y
junto a nuestros sacerdotes oramos por ellos a Dios, para que les de sanación espiritual
y física y a la vez, les exhortamos a ofrecer sus dolores y sufrimientos por la
conversión de todos los pecadores y las necesidades del mundo, de modo que sus
sufrimientos no sean en vano, sino que deben de dar frutos, puesto que los han
unido a los de Cristo en la cruz.
Como dice
San Pablo “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.
¡ANIMO
HERMANOS, CRISTO LES AMA!
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