jueves, 9 de febrero de 2012

Condición Cumplida


Condición Cumplida
El enfermo estaba agotado. Había pasado demasiadas horas en aquella lucha absurda consigo mismo y…. ¡con Dios!
Pero no. El mantendría su palabra.
-“Si, yo, yo soy el que tiene toda la razón!  ¡Aquel hombre, aquel cura! ¡Me humillo! Ahora les toca humillarse a ellos, a los curas. Yo tengo razón. Si Dios quiere que yo me confiese, que haga cumplir mi condición. Él sabe cuál es. No puedo decirlo, porque me la darían como una limosna”.
Agotado, se había quedado inmóvil. Tampoco tenía capacidad psíquica para más emociones. En el alma le quedaba sólo una idea fija persistiendo, como una cáscara sobre el agua anochecida: confesar, no.
A los pocos minutos de conversación con el enfermo vio  el misionero que su estrategia fracasada. A aquel hombre le resbalaba todo: sus palabras, sus ideas, sus ejemplos, su patetismo. No había en él ira, no porfiaba, pero permanecía ajeno a todas sus palabras como absorto por un pensamiento que le tuviera apresado el espíritu.
Tras una breve pausa, el misionero hizo un gesto desilusionado y metió su mano en el bolsillo. Iniciaba la retirada. Al sacarla del bolsillo, su mano tropezó en el borde del sillón. Se oye el ruido metálico de algo que rebota sobre el pavimento.
Se arrodillaba en el suelo para coger  la medalla de la virgen que ha caído debajo de la cama.
De rodillas aún, extendió la mano hacia el enfermo para entregarle la medalla, mientras repetía casi maquinalmente:
-“Ande, que la virgen se lo pide. ¿Por qué no se confiesa?”
El hombre apretó fuertemente aquella mano sobre sus labios.
Un sollozo cortado estalló en la habitación. Se siguieron otros cada vez más  que el llanto del enfermo, un llanto ahogado en el corazón durante muchos años.
Al fin se volvió hacia el sacerdote: se confesaría.
Se había cumplido su condición: un sacerdote, puesto de rodillas, le había suplicado que se confesara. 

Tomado del libro:                   
Un mes caminando con María
P. Pepe Moratalla
Sept. 1987


En ocasión de celebrarse el próximo sábado once de febrero el día de la virgen de Lourdes, la jornada mundial del enfermo, instamos a nuestros hermanos en Cristo que se encuentran en sus lechos de enfermos a reconocerse débiles, a dejar la soberbia y sentirse necesitados de la misericordia del señor .
En el catecismo de la iglesia católica numeral 1421, nos dice:
“El señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdono los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Cf. Mc 2,1-12), quiso que su iglesia continuase, con la fuerza del espíritu santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos”.
En el numeral 1422, nos dice:
“Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (LG 11).      
  En el numeral 1492, nos dice:
“El arrepentimiento (llamado también contrición), debe estar inspirado en motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor de caridad hacia Dios, se llama “perfecto”; si está fundado en otros motivos se le llama “imperfecto””.
Pidamos al señor la gracia de tener un arrepentimiento perfecto que nos lleve a reconocernos pecadores y tener un verdadero dolor por nuestros pecados y darle siempre gracias porque con este Sacramento nos abre las puertas de la misericordia, lavándonos de nuestras manchas, dándonos así pureza en nuestra alma para prepararnos a recibirle en la Santa Eucaristía que es, fuente de vida que da la fortaleza, para poder sufrir con Cristo en sus lechos de enfermos.
En el numeral 1499, dice:
“Con la Sagrada Unción de los enfermos y con la oración de los Presbíteros toda la iglesia entera encomienda a los enfermos al señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo y contribuir, así al bien del Pueblo de Dios” (LG 11).

A nuestros hermanos enfermos les decimos que no están solos, que todos como iglesia y junto a nuestros sacerdotes oramos por ellos a Dios, para que les de sanación espiritual y física y a la vez, les exhortamos a ofrecer sus dolores y sufrimientos por la conversión de todos los pecadores y las necesidades del mundo, de modo que sus sufrimientos no sean en vano, sino que deben de dar frutos, puesto que los han unido a los de Cristo en la cruz.
Como dice San Pablo “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.
¡ANIMO HERMANOS, CRISTO LES AMA!

 
  

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